"Curso Introductorio a la Teosofía" (9) Lec: 3 Vida después de la Muerte.

VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE.

Una de las ventajas del estudio de la Teosofía es que los que la estudian pierden el temor a aquella transición desde el plano físico a los planos superiores comúnmente llamada “muerte”.

Casi todos los seres humanos no familiarizados con las ideas teosóficas sienten tal terror ante la idea de que inevitablemente tendrán que morir algún día, que sin vacilar relegan al fondo de sus mentes esta realidad a objeto de no amargar o entristecer su existencia diaria. La Teosofía, sin embargo, aclara conceptos en este sentido, y lo que antes se veía como algo aterrador, comienza ahora a verse como una aventura inevitable para la cual es necesario prepararse cuidadosa e inteligentemente, tal como hacemos cuando nos disponemos a viajar a otro país, tomando las medidas necesarias para enfrentarlas con éxito. Por ejemplo, si el país que planeamos visitar es frío, necesitamos saberlo de antemano para llevar ropa adecuada para el frío.

Hay quienes insisten que es imposible saber con certeza lo que ocurre después de la muerte; afirman que no hay razón para suponer que algo realmente pueda ocurrir con respecto a la continuidad de vida consciente para cada persona y niegan la posibilidad de vivir nuevas experiencias. La Teosofía en cambio, considerando que el ser humano es un peregrino inmortal con un futuro inconcebiblemente más largo que el de una sola vida terrestre, ha realizado los esfuerzos necesarios para reunir toda la evidencia posible que indique existencia individual consciente después de la muerte del cuerpo físico. Tal evidencia es ofrecida en esta lección sin pretensiones dogmáticas y sin intención de afirmar de que se trata de la última palabra al respecto. No cabe duda que en décadas futuras la investigación científica en esta área revelará muchos factores no existentes en la actualidad como fuentes de información. Más aún, si consideramos que cada persona es única en su individualidad en este mundo objetivo, es razonable suponer que en la vida después de la muerte cada persona mostrará las mismas características individuales que le distinguieron durante la vida terrestre. La vida “al otro lado” es de tipo subjetivo, y sus características, se nos dice, están determinadas por las actitudes, los pensamientos, los actos y en general por el estado de consciencia que ha alcanzado el individuo en la encarnación recién concluida.

Existe, por cierto, en la gran mayoría de los seres humanos la tendencia natural a creer en la inmortalidad del Alma, lo cual puede ser considerado como evidencia intuitiva. Y aunque este tipo de evidencia sea ignorado por quienes solo confieren valor al pensamiento objetivo, es un hecho que la tendencia a creer en la inmortalidad del Alma ha perdurado a través de innumerables edades a pesar de las dudas y temores que a todos nos han asaltado durante determinados momentos en nuestras vidas. Bien mirada, esta tendencia aparece como algo demasiado profundo y universal para descartarla simplemente como algo basado en la necesidad de creer en un “más allá”, o en un simple deseo subconsciente de inmortalidad. De hecho, es inherente en la naturaleza del ser humano, en su ansia de vivir y su capacidad para ello. Puede también provenir de la memoria del Alma que recuerda a través de sus numerosas encarnaciones el haber muerto muchísimas veces. A este respecto es curioso observar como muchos niños pequeños parecen a veces recordar fases de sus transiciones anteriores cuando les oímos decir a veces, “cuando yo estaba en el Cielo, etc.…”, u otras frases similares que revelan hechos ocurridos antes de su presente encarnación. En tales casos, el niño está aún cercano a la experiencia previa a su nacimiento y, en consecuencia, no impedido por el escepticismo que irá desarrollando a medida que se vaya transformando en adulto.

Debemos también recordar que todos los grandes Fundadores de las principales religiones del mundo invariablemente predicaron la existencia de la vida del más allá como principio universal. A ello se añade algo muy importante: la evidencia acumulada a través de la investigación psíquica y confirmada por el hecho de que algunos de los investigadores no solo son psíquicos sino también reconocidas figuras en el campo de la ciencia convencional. Los psicólogos contemporáneos también parecen dispuestos a aceptar la idea de la continuación de la existencia consciente después de la muerte mayormente debido a los experimentos realizados en base a percepción extrasensorial, que aunque no del todo concluyentes debido a su naturaleza subjetiva, claramente indican la posibilidad de la continuación de la existencia individual después de la muerte del cuerpo físico. Y por último, la Teosofía esgrime el arma de la razón. Las leyes naturales, que operan admirablemente en lo que respecta a conservación de energía, más el proceso evolutivo del ser humano en sí, claramente sugieren que las experiencias de éste jamás se pierden, y que la evolución física marcha a la par con la evolución espiritual. La vida es tanto continua como dinámica, hecho que resulta obvio aún para una persona con los más rudimentarios poderes de observación. Se nos dice que este proceso evolutivo ha pasado por todos los reinos de la naturaleza partiendo desde el más inferior, y no resulta lógico suponer que una vez que se ha manifestado en el más avanzado de los reinos físicos – aquel en el cual precisamente alcanza individualización, como veremos más adelante – esta individualidad va a estar destinada a perecer juntamente con las formas (cuerpos) a través de las cuales se expresa. Aquel notable ocultista, Manly Hall, lo ha expresado hermosamente en uno de sus iluminados textos: “Si como el teólogo insiste, hay una chispa divina en cada criatura humana, esta chispa es entonces eterna e indestructible, y no existe razón alguna para presumir que Dios en la naturaleza vive para siempre, pero en el Hombre está por siempre muriendo”.

Atendidas tales consideraciones, la Teosofía afirma que el verdadero ser humano de ninguna manera muere al abandonar su cuerpo físico. Por el contrario, después de un cierto tiempo se encuentra más vivo que nunca porque ha perdido su identificación con la materia física y por ende las limitaciones de consciencia que ésta impone. Cuando el individuo deja de utilizar su cuerpo físico, es como si los alambres eléctricos que conectan un receptor se hubieran cortado enmudeciéndolo; pero ello por cierto no significa que la emisora que está transmitiendo a través de ese y otros receptores haya dejado de transmitir. Su medio de expresión le ha fallado en ese receptor, pero el locutor sigue siendo capaz de hablar.



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